El español en las relaciones internacionales
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A través de la lengua, por tanto, se articulan y transmiten ideas y aspiraciones, remembranzas
y emociones que están llamadas a ser compartidas. Desde esta perspectiva es
claro que el valor de una lengua está en función de su capacidad para comunicar aquello
que pensamos y sentimos, de la potencia de interlocución que proporciona. Cuantas más
transacciones comunicativas se puedan hacer en una lengua, mayor será el valor que se
otorgue a ese idioma. A su vez, el número de transacciones comunicativas dependerá del
número de personas que hablan un idioma y del conjunto de interacciones que esa comunidad
lingüística promueve. Tomando un ejemplo al uso, el elevado valor que se da al inglés
no solo deriva de que son muchos los que lo hablan, sino también de que son muchas
y valiosas las transacciones que se hacen con los países que tienen ese idioma como propio
(particularmente, Estados Unidos). Lo primero alude a la demografía, lo segundo a la
potencia económica, científi ca y cultural de las comunidades lingüísticas respectivas.
Pero la argumentación anterior, por consistente que sea, no es en absoluto completa.
Las personas tenemos con la lengua una relación que excede a lo meramente funcional.
No es una relación de exterioridad, como la que podamos tener con un software informático.
En este último caso, la funcionalidad, es decir su potencia operativa, es virtualmente
lo único que nos interesa. Con la lengua no sucede eso, porque nuestra relación
con ella es constitutiva. Somos en tanto que nos expresamos, nos comunicamos y propiciamos
el entendimiento con los demás. La lengua nos constituye. Por eso, confi ere
sentido de identidad a los miembros de una comunidad lingüística. El carácter socialmente
compartido de la lengua, su perceptible y exteriorizada efi cacia comunicativa y
su capacidad de diferenciación la convierten en un elemento privilegiado de identidad.
Pertenezco a la patria de quienes me entienden, porque hablan mi propio idioma.