"Zama", una película como reescritura virtuosa
La directora más sofisticada de su generación cuenta cómo reinventó “Zama”, una novela tan poderosa que “intoxica”.
FUENTE: Revista Ñ / Por Matilde Sánchez (15/09/2017)
De Palermo a Venecia, ida y vuelta. Lucrecia Martel presentó su "Zama" en el festival europeo y estrena el 28 de septiembre en la Argentina. Foto: Andrés DElia .
Hace algún tiempo, en una lindísima columna, Lucrecia Martel contaba que había decidido filmar Zama porque el libro la había intoxicado. Es un modo sorprendente de definir el efecto radical de una lectura. La novela, escrita por el mendocino Antonio Di Benedetto con 34 años, narra la espera de un funcionario criollo, corregidor atrapado en medio de un cambio burocrático en la Colonia, en las afueras de Asunción, a fines del siglo XVIII. Quizá el propio Diego de Zama haya sido el primer intoxicado con su propio estancamiento.
Para la directora de La ciénaga y La mujer sin cabeza se trata de un gran regreso, tras diez años sin un largometraje, que supone también la profundización de una búsqueda estética. Con su Zama ha encarado una interpretación propia, antes que una adaptación. La película obvia los nudos argumentales del libro y ha prescindido hasta de esa potente imagen inicial del mono muerto que gira en un remolino del río. No relata la espera –de hecho apenas se la nombra–, sino lo que ésta produce: una desintegración por saltos drásticos. Sin embargo, las imágenes se quedan con el espectador por largos días (¿no es esa la superioridad de un cineasta?) alimentándolo con una especie de “cine natural”, que coincide con el descubrimiento de un Nuevo Mundo.
–Confesaste que llevaste Zama al cine porque te contaminó por completo su lectura. ¿Qué te afectaba: su estilo de escritura, la situación de espera, la indefinición del lugar?
–Hace unos años, cuando hice unos audiolibros para la Secretaría de Cultura, me preguntaba cómo había que grabar un cuento. En Internet encontrás de todo. Y también encontrás ese tono, que incluso usan los escritores, de la solemnidad de la palabra escrita. Algunos son capaces de leer incluso a Osvaldo Lamborghini como si estuvieran izando la bandera. Pensando sobre eso, me preguntaba cuál es el sonido en la cabeza del lector mientras lee.
–¿Cómo uno se lee a sí mismo?
–Claro, ¿es la voz de uno? ¿Es la voz de otro? ¿Es la voz de alguien que uno conoce? ¿Es una voz que nunca escuchó? Ese sonido existe. Y retumba. La novela es una inmersión que requiere tiempo y páginas; por lo menos las primeras 40. La poesía es como un popper; nunca lo probé pero me dijeron que el efecto es inmediato. Pensando en eso, me di cuenta de que hay un ritmo que es sonoro, que no es audible, que sucede en el cerebro de uno con la literatura y que en algunos escritores, por la construcción gramatical que hacen, lo podés percibir con bastante rapidez. Uno entra en un ritmo, un uso de la respiración y una sonoridad inexistentes. A veces necesitás escuchar ese sonido.
–¿Con Zama qué hacías, leías el libro en voz alta?
–Cuando empecé a trabajar en la película, algunas partes me hacían pensar que la forma de escritura de Di Benedetto (yo no sé nada de crítica literaria) te obliga al remolino. El comienzo –el mono que gira en el remolino en el río– está en su prosa. A veces te obliga físicamente a leer una cosa, unas sentencias, y a veces sencillamente el pensamiento es espiralado. Eso que produce es como la fiebre, te modifica físicamente. El ritmo que va generando te mete en una cosa de la que no se sale fácilmente. Y a eso hay que sumarle las circunstancias externas, que siempre son importantes para un libro.
–¿Cuándo y en qué contexto lo leíste?
–En 2010, cuando iba navegando por el río Paraná. Me dejó como en un estado febril, de euforia. Escucho a quienes dicen que hay algo amargo en Zama; creo que se confunden con esa frase de “Digo no a sus esperanzas”. Somos un país tan católico que pensamos que decir “no” a las esperanzas es algo malo. Al contrario, decir “no” a las esperanzas es el acto humano de rebeldía más grande. Ser capaces de destruir las esperanzas. Si anduviéramos así por el mundo, seríamos casi inmortales. Terminé la novela imbuida en ese veneno. Y pensar que hay lectores que se lo pierden y se enfocan en la boludez del argumento.
–Tus películas descansan cada vez menos en una trama. En Zama montás tres instancias de la vida del protagonista, Diego de Zama, sin ocuparte de qué lo lleva de la una a la otra.
–Creo que se ha perdido mucho la capacidad de enfocarnos en la riqueza estética, en la percepción de una sonoridad y una musicalidad, en favor del argumento, que satisface de manera instantánea. En buena medida, ha sido obra de las series, que aplanaron la experiencia del espectador y el lector. Es la torpeza nuestra separar la cultura del entretenimiento. Hollywood hizo un gran esfuerzo para separar eso. ¿Viste cuando se preocupan porque los niños no leen? Para que los niños lean tienen que tener el libro y tienen que tener una buena circunstancia de lectura.
–Hay otro recorte que hacés que no se atiene a los hitos del relato. No prestás mucha atención a la tragedia personal de la reforma burocrática de la Colonia, por nombrar uno solo.
–El proceso que sucede en el lector que se intoxica con la novela y que para salir de ese estado tiene que crear otra cosa, no implica que necesita todos los elementos de eso que lo intoxicó. De las muchísimas cosas más que hay en la novela, que no existen en la película, la que a mí más me había afectado –quizá por las circunstancias en las que yo hice ese viaje, el viaje de la escritura, donde leí por primera vez Zama– es la trampa de uno mismo, la trampa de la identidad. Es una cosa que todos conocemos o intuimos pero a veces subestimamos su efecto. Es que, en la medida que uno se cree algo, las posibilidades de fracaso son enormes. En ese punto, las mujeres tenemos un buen entrenamiento. Siempre tuve la sensación de Zama como una novela muy femenina, con un registro de personaje muy femenino, un tipo que está pendiente de su deseo sin concretarlo. Eso es algo muy femenino. Con un final muy femenino pero un relato muy masculino: alguien que se resiste a dejar de ser alguien. El fracaso es un invento que sólo puede existir si aceptás un montón de arbitrariedades culturales. Si no, no existe. En la cultura de las mujeres, por un montón de circunstancias que no son quizá las que elegiríamos individualmente, tenemos un entrenamiento para cambiar de rumbo rápido. Eso es lo que nos hace guerreras. Un guerrero no es el espíritu heroico estúpido que se exalta en las películas del que va de pechito contra la lanza. Es la rata, que se va moviendo a ver cómo logra la cosa, diciéndose “por acá salió mal, voy por allá”.
–Tampoco te atuviste al libro en cuanto a la manceba de Zama.
–La habré visto en alguna cosa pero fue una idea que se nos ocurrió ahí pintarles el cuello de rojo y ponerles una línea de puntos, todas mentiras. Puede que sean cosas que hayan existido pero las pusimos nosotros como quisimos. Lo que sí, la mujer que habla guaraní mbiá, en esa escena que hace de la madre del hijo de Zama, es hija de un cacique y es una princesa. ¡Con un desprecio nos trataba a todos! Te dabas cuenta de que eras de una casta inferior. Nos trataba con asco.
–En una versión previa, dirigida por Nicolás Sarquís, el protagonista abandonó ya comenzado el rodaje y nunca se pudo completar. ¿Cómo pesaba en vos el aura maldita de Zama?
–Cuando me enfermé pensé que había sido muy ingenua por no creer en ese aura nefasta y que quizá existía un mundo en el que yo no creía y que sí funcionaba.
–¿Te enfermaste cuando habías terminado de grabar?
–No, ya había terminado una primera edición, el primer corte. Y durante unos cuantos meses del tratamiento estuve pensando qué iba a hacer, quién lo iba a terminar. Una de mis ocurrencias entonces, aunque me parecía que los productores no iban a estar de acuerdo, era poner todo el material filmado en free source, que fuera de acceso libre. Y esperar a que el tiempo diera algún otro Zama, otra versión. Quizá habría que hacerlo con todas las películas.
–¿En algún momento sentiste peligro por tu vida?
–Sí, cuando me enfermé, las chances de que el tratamiento no sirviera existían en un porcentaje altísimo. Pero no tuve miedo por la satisfacción que tengo con mi vida. Es más de lo que me imaginaba y se parece a lo que soñaba. Así que no tenía miedo. Además, si uno no abraza las enfermedades como algo propio y se enemista con su cuerpo enfermo, empieza la locura y el miedo. Y no hice eso, pero no de viva sino porque me salió así. ¿Sabés lo que hice durante ese tiempo? Escribí sobre un camino que quería hacer, un camino de 2 kilómetros y medio muy difícil. Me concentré, y pienso que eso ayudó.
–Pero se lo atribuiste a Zama en algún momento.
–Fue muy cansador, muy agotador. Cinco años buscando el financiamiento, reuniéndonos con los productores de Rei cine. Tres chicos de 27 años se pusieron a su espalda una película arriesgando muchas cuestiones de patrimonio y de prestigio futuro. Son tres chicos de Rei Cinema: Benjamín Domenech, Santiago Gallelli y Matías Roveda. Fue hermoso pero muy cansador. Cuando me enfermé, pensé: “Jamás me podría enfermar por una cosa así. Si estoy feliz porque estoy filmando Zama”. Pero estaba agotada.
–Volviendo a la adaptación, lo curioso es que desplazaste a Zama un poco más hacia la frontera. Tu Zama tiene algo como de pre-gaucho.
–En realidad, todo ese mundo es el Chaco Gualamba. Sacando el Amazonas, el Chaco curiosamente es la geografía que más demoró el colonizador en masacrar y penetrar. Fijate que Félix de Azara, que es el personaje en el que yo me concentré para encarnar a Zama, dice en un momento, a fines de 1700, que está alarmado de la manera burda y torpe con que se están cortando árboles en el Chaco. En 200 años, dice, no va a haber árboles en toda la región. En ese lugar, que finalmente fue destruido con habilidad criolla, es donde yo quería hacer la película. Ese lugar tiene una parte muy seca hacia el sur del Chaco –el Chaco que tenemos en Salta, el Chaco de Santiago del Estero y el norte de Santa Fe– y está el Chaco super-húmedo que llega hasta las Chiquitanías. Las Chiquitanías también son parte del Chaco Gualamba. Y toda la arquitectura que hicieron los jesuitas, los detalles arquitectónicos de las Chiquitanías, fue lo que yo tomé para la gobernación y los edificios públicos.
–¿Qué buscás mediante esa “fronterización” más extrema? ¿Ir a un nivel más profundo, digamos?
–Me parece que es el único proceso posible cuando nos proponemos rescatar algo del pasado. No tenemos registro del sonido del pasado; podemos imaginárnoslo pero no tenemos el archivo sonoro. A la vez, existe un canon cinematográfico, formado por lo que vemos en la mayoría de las películas. En la Colonia se oía el ruido de los carruajes todo el tiempo.
–Una de las decisiones que le dan más rareza a la frontera es la proximidad de los animales.
–Si hubiera tenido más plata, ¡no sabés el plan que teníamos para los animales! Les íbamos a hacer unas pelucas a las gallinas, como inventando una raza hoy extinguida. Era mi sueño. Quería que lucieran como un ave del paraíso pero medio chotas, malas versiones.
–Como unas cruzas fracasadas, degeneradas.
–Claro. También queríamos ponerles a los bueyes unos cuernos un poco más grandes, para que todo en ese universo estuviera más corrido de lo real. Con los perros sí lo logramos; les cortamos un poco raro el pelo. Volviendo a la observación sobre la cercanía de algún animal, la experiencia dice que un animal mirando a cámara para mí transforma la cámara en una cosa natural. Hay algo que produce la mirada del animal.
–Hay poquísimo cine latinoamericano que reconstruya los virreinatos. Confundimos la Colonia con el proceso de la Independencia. Zama cuenta las décadas posteriores a la Independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa.
–Era un momento de transformación importante y es cierto que estamos ante un cambio de moda pero, de 1799 a 1810, en una época en que el tiempo pasaba más lento, no hay tanto salto. Pero volviendo a cómo se “rescata” el pasado del olvido, viendo cómo se manejan hoy las adhesiones y los enconos, me digo que nuestra idea de la historia está muy simplificada. La violencia que se ha ejercido destruyó muchísimas cosas. Nuestra única posibilidad es inventar hipótesis. Por eso, nada sería mejor que contar con muchas versiones de Zama. Cuantas más hipótesis tengamos del pasado, más chances. Lo que peor le hace al mundo y a la política es el canon: una vez que se establece algo, se debe respetar por siempre.
–¿Ves algún tipo de relación con el presente?
–No quiero hacer comparaciones con lo que está pasando ahora pero no hay nada mejor para reacciones violentas que simplificar el pensamiento. Con cualquier sujeción a lo ya escrito sobre el pasado, lo único que puede suceder es el fracaso. El pasado necesita ser inventado, como hacen los arqueólogos, que reinterpretan imaginando. Y su trabajo es más valioso cuántas más versiones haya, cuántas más posibilidades de lectura. Eso pasa con nuestro pasado inmediato también. El gran error –quizá el talón de Aquiles del kirchnerismo– fue pretender congelar la Historia, hacer una sola lectura. Toda vez que una fuerza política quiere instalar una lectura única, está condenada, porque así no funciona la humanidad.