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¿La lengua muerta es una bella durmiente?

Frente a ocho idiomas con más de cien millones de hablantes, el castellano entre ellos, hay decenas que solo tienen uno por efecto de la colonización.

 

FUENTE: Revista Ñ (04/01/2019) / Por Mariana Dimópulos

 

Los nombres propios dicen bastante de nosotros mismos, y lo mismo le ocurre a los lugares. La localidad de Port Lincoln no se llamaría de esta forma si tras miles de años de historia en soledad, en el territorio de los aborígenes australianos Barngarla no hubieran irrumpido los colonos ingleses. Entonces esa ciudad de Australia, hoy conocida por su producción de atún, hubiera seguido llamándose Galinyala y la lengua que así la nombraba aún estaría viva.

 

Atribuir una vida a las lenguas no resulta una idea nueva. Pero solo hace pocos años comenzó a desarrollarse para ellas una ecología. Así como las especies animales, también las lenguas han sido tipificadas en su grado de riesgo: lenguas vitales o en peligro, lenguas moribundas o muertas. La desaparición de ellas, estableció por primera vez un congreso internacional de lingüistas en 1992. “Constituye una pérdida irreparable para la humanidad”, se dijo y, por esto mismo, la UNESCO terminó por involucrarse en el tema. Los teóricos señalaron, además, que la mayoría de las veces las lenguas no mueren de muerte natural. El dominio de una lengua sobre otra puede ser tal que termine por aniquilarla. El cincuenta por ciento de las seis mil lenguas existentes en el mundo, se estima, se habrá perdido en los próximos cien años.

 

¿Pero cómo se determina el estado de una lengua? Se dice que está muerta cuando ya no hay nadie que la hable; pero aun cuando solo una persona la conozca, su grado de peligro es similar al de la no existencia: puesto que las lenguas sirven a la comunicación, ese idioma aislado en un solo individuo está virtualmente extinto. Las estadísticas indican que, frente a las ocho lenguas que tienen más de cien millones de hablantes nativos en el mundo (mandarín, español, inglés, bengalí, hindi, portugués, ruso y japonés) hay decenas a las que les queda uno solo. La mayoría de esas lenguas de un único hablante –eran unas 50 en el año 2000– de las que tenemos noticia están en un país, y son producto de los efectos de una reciente conquista: Australia.

 

La lengua perdida hasta hace poco extinta, la lengua barngarla se dejó de hablar en Australia hacia 1960. Existen unas pocas grabaciones de un último hablante que tampoco la conocía verdaderamente; la dificultad de descifrar esas grabaciones está, nos dicen, en aislar la voz humana de los pájaros que cantan detrás. El más importante documento del barngarla es una gramática y un diccionario de un misionero alemán que llegó a Australia en 1838 y que, si bien fracasó en la tarea de conversión de los pueblos originarios al luteranismo, dejó a la posteridad ese breve documento de gran calidad, del que solo algunos barngarla tenían noticia hasta hace poco. De modo que cuando un lingüista de la Universidad de Adelaide convocó a los barngarla a una reunión para hablar sobre la recuperación de su lengua perdida, los cinco representantes de la comunidad fueron contundentes en su respuesta: hace cincuenta años que lo estábamos esperando. Así surgió la colaboración entre el profesor Ghil’ad Zuckermann y esa comunidad, que hace solo tres años obtuvo el reconocimiento oficial, ante la corte de Australia, de ser propietarios tradicionales de la zona en que viven.

 

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Foto: ATC