Colección "La Querella de la Lengua"

Fernando Alfón

Carta al Señor D. Francisco Soto y Calvo

 

Autor: Rufino José Cuervo 

Título: [Carta al] Señor D. Francisco Soto y Calvo

Fecha de edición: 1899

Lugar de edición: Chartres (Francia)

Imprenta: Durand

Información adicional: Se trata de una carta que luego se destinó como prólogo para la primera edición de Nastasio, de Francisco Soto y Calvo.

Fuente: The University of Illinois Library

 

 

En 1899, el poeta argentino Francisco Soto y Calvo invitó a su casa al filólogo y lingüista colombiano Rufino José Cuervo, a quien le leyó, entre el agasajo y la conversación, su flamante Nastasio, una obra en verso en la que se narra, sobre el escenario de la pampa, el drama de un gaucho al que, tras una vida dichosa, lo alcanzó la desgracia de perder su hogar, su mujer y sus hijos.Cuervo sintió, entre la emoción que le producían los versos, algo de nostalgia por lo que ellos le revelaban sobre el futuro de la lengua en América. Esos versos, para entenderse cabalmente, debían leerse con el auxilio de un glosario criollista, que el mismo Soto y Calvo anexaría al final. De modo que Cuervo ve confirmadas ciertas intuiciones que últimamente venían asediándolo: el idioma español, en América, se terminará separando del español peninsular. La escucha del Nastasio fue,para el célebre colombiano, como despedirse definitivamente de aquella esperanza de ver unida a la lengua que estimaba como una de «las mayores glorias que ha visto el mundo...» (p. X).

 

         Cuervo le escribe una carta, para expresarle la emoción que le causó su poema. En esas líneas, acaso sin prever la enorme repercusión que tendría, bosqueja una impresión que, al anexarse la carta como prólogo a la edición de Nastasio, será el umbral de otra polémica. Cuando los pueblos americanos, escribe allí Cuervo, se hallaban aún en el regazo de España, esta los dotaba de los bienes culturales y el vínculo con ella era íntimo y natural; luego vino la emancipación; luego, al imbuirse cada nación en sus asuntos e ignorar los ajenos, incluidos los de España, la influencia fue debilitándose cada día y, salvo raras excepciones, «nuestra vida intelectual se deriva de otras fuentes, y carecemos pues, casi por completo, de un regulador que garantice la antigua uniformidad» (p. IX). Cuervo siente que el protectorado casticista, por el que tanto había bregado, ya no puede evitar que cada americano se apropie de lo extraño y extranjero como mejor le parezca. La idiosincrasia y el paisaje americanos, y las propias lenguas autóctonas, horadan la pureza de la lengua al punto de precisarse glosarios, si es que se ha de expresar lo más íntimo, lo familiar y local: «Estamos pues en vísperas (que en la vida de los pueblos pueden ser bien largas) de quedar separados, como lo quedaron las hijas del Imperio Romano [...]» (p. X).

 

         Cuervo no se siente solo al plantear la tesis segregacionista; lo respalda, desde Alemania, el lingüista Friedrich August Pott, quien había defendido esos presagios y sostuvo, con Cuervo, cierta correspondencia al respecto. También está al tanto de las opiniones segregacionistas del gramático francés Louis Duvau, quien alienta, desde París, a su compatriota Lucien Abeille, instalado en el Río de la Plata y a punto de editar un extenso volumen destinado a probar que el idioma, en Argentina, se encontraba en vísperas de constituirse en una lengua autónoma. Duvau y Abeille sostienen y anhela la secesión; Cuervo, en cambio, la cree irremediable y la lamenta.

 

 

 

 

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